sábado, 5 de noviembre de 2011

MARIPOSAS EN EL ESTÓMAGO.


Ella sentía el ardiente sol impactando de lleno sobre su desnudo cuerpo. El calor que eso le provocaba hacía que su frente se perlara de sudor. Sudaban su cuello, sus axilas, su espalda; de sus pechos suaves y hermosos resbalaban también gruesas gotas de sudor, su vientre tenso sudaba y su ombligo se encharcaba con el líquido tibio y aceitoso que brotaba de sus poros, que en ese pozo perfectamente redondo formaba un mar que se bamboleaba sutilmente al ritmo de ese cuerpo en el que estaba contenido. A pesar del calor, ella no entendía por qué entre sus piernas hacía tanto frío. Sus ingles también sudaban, le sudaba la vida y le sudaban miles de razones que pese al número no le alcanzaban para comprender qué era lo que estaba sucediéndole. Estaba aturdida aún. Apretó los ojos fuertemente obligándose a hacer memoria, recordó de golpe el momento en el que el pequeño niño se había acercado a ella en el parque donde, desde hacía una semana, se sentaba a la hora de comer para consumir su fruta picada y el yogurt que día con día transportaba en una bolsita de plástico y que en ese descanso de la jornada laboral disfrutaba, siempre en la misma banca junto al frondoso árbol que proyectaba su acogedora sombra justo encima de ella.

Extrañaba en estos momentos esa sombra fresca y reconfortante, el calor del sol le quemaba ya la piel. “Me arde” — pensó — pero era más fuerte su deseo de recordar cómo es que estaba en esa situación; el sudor continuaba escurriéndole por la tersa piel. Ella era una mujer joven y fuerte; había estado alguna vez embarazada pero a tiempo decidió no tener al bebé. Su futuro promisorio en el equipo de atletismo de la Universidad y el desentendimiento del que hubiera sido el padre fueron las dos razones que le llevaron a decidirse. Como atleta, cuidaba mucho su alimentación, se sabía atractiva y atlética, una mujer vigorosa; quizá por esa condición física continuaba soportando, casi sin cansancio, el continuo tránsito de ese algo frío hacia el interior de su cuerpo. El calor del resto de su ser contrastaba con el frío que su sexo experimentaba; sentía ardiendo los labios de la boca, pero helados los de la vulva.

— ¿Me llevas a mi casa? —, recordó con los ojos apretados que era lo que le había pedido el pequeño esa tarde.
— ¿Y tu mamá? —, le preguntó ella al niño, obteniendo por toda respuesta un inocente “no lo sé”.

La ternura con que se vio solicitada fue más fuerte que su prudencia y cediendo al primer impulso se levantó de su banca y le pidió al niño que le dijera dónde vivía.

— Es allá, cruzando la calle —, señaló el pequeño.

Ambos se encaminaron hacia donde el niño había indicado. Llegando, se encontró con un enorme portón negro altísimo, que a esa hora del día estaba convenientemente abierto. El niño se adentró jalándola de la mano y una vez dentro el portón cerró de golpe. Antes de poder saberse sorprendida y menos aún asustada, una anciana de aspecto amable les salió al encuentro, llevaba en la mano una regadera con la que rociaba las plantas del enorme jardín que encerraba el negro portón y que también rodeaban cuatro paredes tan altas que parecía que el mundo se quedaba muy lejos de ese lugar.

— Pase, pase usted —, le conminó la anciana.
— No señora gracias, solamente vine a acompañar al niño —, respondió amable.

Pero la anciana insistió con una voz casi hipnótica, tan dulce y melodiosa que se sintió vencida nuevamente con la ternura con la que la anciana le invitaba a sentarse en la estancia, eso y el delicioso aroma de esas flores que nunca había percibido antes le bloquearon el sentido del tiempo y todo razonamiento y sin darse cuenta, ya estaba sentada en el saloncito de techo alto y paredes violetas.

— Pero ponte cómoda niña —, escuchó dirigirse a ella de nuevo la hechizante voz de la anciana. Y esa voz fue como una invitación a que despertase su sensualidad; repentinamente, un calor le invadió las piernas y el abdomen, se sintió ruborizada y extrañamente húmeda, con esa humedad que se siente cuando la excitación se hace presente. El aroma a flores extrañas le inundaba el olfato y le parecía tan sensual que se imaginaba danzando en el jardín por el que había entrado al ritmo de una suave y embriagadora música, desnuda y bajo una llovizna  de agua fresca que le erizaba los pezones y le enchinaba la piel. Quiso apartar esos pensamientos de su mente; apretó los dientes y sacudió la cabeza como para despejarse, pero el aroma de aquellas flores desconocidas le nublaba no solo la razón, sino la voluntad.

No pudo ya recordar nada más, seguía sudando bajo el sol y seguía sintiendo frío en el sexo. Empezaba a descubrir que, además de su propio sudor, estaba cubierta por una baba transparente y resbaladiza; su brazos, su rostro, sus pechos redondos, sus caderas de curvas perfectas, su espalda notoriamente poderosa, sus nalgas duras y morenas, sus piernas musculosas y esbeltas, su vientre recio y tenso, su cuello largo y terso; toda ella estaba resbaladiza, cubierta por esa baba que no descubría aún de dónde había salido; y ese frío persistente de algo entrando por su cavidad sexual.

El aroma a flores se disipaba y conforme ello sucedía, iba recobrando poco a poco la plena conciencia y con la conciencia llegaba también la oleada de sensaciones de las que hasta ese momento había estado ajena a pesar de suceder en su propio cuerpo. El calor ardiente del sol se mezclaba con el calor de la lubricidad; se sentía excitada, su cuerpo estaba erotizado por completo sus pezones se disparaban hacia el infinito azul del cielo y podía percibir poco a poco el aroma afrutado de su propio sexo empapado, chorreando líquidos y haciéndola estremecer. Su respiración se comenzó a agitar, y una oleada de placer le recorrió toda la piel. Era una deliciosa sensación la que estaba sintiendo en esos momentos, estaba siendo penetrada y aún no descubría por quién, no veía a nadie y sin embargo podía sentir cómo un cuerpo largo, musculoso, grueso, suave y perfectamente lubricado le invadía las entrañas, pero a pesar de lo delicioso que le resultaba, era un cuerpo frío, muy frío.

Ese frío no le era importante, la excitación y el placer que sentía eran superiores al desagrado de tal frialdad. Había, al parecer recuperado casi por completo el sentido de la realidad, aunque el dominio de su motricidad no existía. Tenía ganas de levantarse un poco para saber exactamente quién y de qué manera le estaba haciendo gozar tanto, no obstante los esfuerzos que hacía (pobres por cierto) no podía; se limitaba a disfrutar. Jadeaba, gemía, salivaba en exceso su boca y su vulva chorreaba jugosamente con cada orgasmo que le hacía estremecer; uno, dos, tres, cinco, siete, diez; había perdido ya la cuenta y no sabía si los había tenido mientras estaba sin sentido, aunque la tensión en su cuerpo le decía que así era. Curiosamente no estaba asustada, al menos no todavía; toda esa excitación se lo impedía.

La anciana llegó de improviso, la miró completamente cubierta de esa baba, le examinó los senos, pellizcó suavemente sus pezones, deslizó sus huesudos dedos por sobre su piel, desde su mejilla hasta el pubis, se acuclilló y le revisó la vulva. Ella sintió cómo la anciana introducía su delgada mano por su ya dilatada vagina, la anciana sacó su mano cubierta por esa mezcla de baba con las secreciones de ella, olfateó, lamió sus dedos como si fueran una paleta que con el calor del medio día se estuviera derritiendo y chorreara su miel. Finalmente asintió aprobatoriamente y entonces ordenó — ¡es suficiente! —. De inmediato cesó la penetración y con ella los continuos orgasmos, el inmenso placer se terminaba.

La anciana tomó agua de una botella y la escupió sobre el cuerpo de la muchacha; ella, de inmediato recuperó la movilidad de su cuerpo que, aunque limitadamente, le permitió ponerse de pie. El suelo del jardín cubierto de la misma baba que su cuerpo se tornaba resbaladizo, cayó de bruces y se encontró con un conjunto asqueroso de largas y rechonchas larvas blanquísimas y resbaladizas; el asco le impulsó hacia atrás tan solo para encontrarse rodeada de tales criaturas en una maraña de cuerpos babeantes. Fue entonces cuando el terror la invadió.

— ¡¿Qué me ha hecho maldita vieja?! —, le gritó a la anciana que con su dulce y hechizante voz le respondió: “mi niña, ahora eres un capullo”…

Los ojos de la joven se abrieron enormes, quiso correr, pero algo le detenía, le era imposible salir huyendo de ese lugar. Se sentía como si fuera ya parte de ese jardín y no hubiera manera de separarse de él. La anciana le llevó hasta el segundo piso de la casa, abrió la puerta que daba a un balcón y le pidió que desde allí observara. El pequeño llegaba de nuevo con otra chica, esta vez era una rubia que traía una canasta de quesos, el portón se cerró de golpe, ella no se dio cuenta del momento el que la anciana la había dejado sola, y la encontró repentinamente apareciendo abajo en el jardín para repetir lo que ya antes ella había escuchado:

— Pase, pase usted —, le conminó la anciana.
— No señora gracias, solamente vine a acompañar al niño —, respondió amable la rubia.
— Pero ponte cómoda niña —. Aquí, ella comenzó a recrear su propia historia, sabía que esa invitación a ponerse cómoda era una invitación al despertar de la sensualidad, la rubia comenzó a desnudarse y a bailar en el jardín una música para los oídos inexistente mientras el pequeño le rociaba agua como si fuera lluvia desde otro balcón frente al que ella estaba. La rubia danzaba y se frotaba el cuerpo con las manos húmedas, despertando así sus propias humedades, frotaba sus pechos blancos y su vulva de marañas vellosas, rubias también como el sol, la recién llegada se masturbaba y caía en un sopor de inconsciencia hasta quedar tendida sobre el pasto que era de un color verde claro tan brillante como si fuera de caramelo. Entonces las larvas comenzaron a salir de debajo de la tierra, recorriendo el cuerpo de la rubia y cubriéndolo con su baba mientras la chica se retorcía placenteramente sobre el pasto permitiendo que las babosas criaturas le saboreasen completamente la espalda, el pecho, las nalgas, el pubis, la boca, el ano; todos los rincones fueron recorridos por las larvas antes de comenzar a entrar en su vagina. Formadas, automáticamente ordenadas una a una, iban entrando en su cuerpo mientras la rubia era estremecida por los orgasmos que ese tránsito le provocaban.

Ella miraba la escena y sabía que eso exactamente era lo que le había sucedido, tan repentinamente como la anciana se había ido, estaba ya de nuevo junto a ella y ambas miraban cómo el cuerpo de la rubia era poseído por las babosas larvas mientras ella gemía de placer y de su sexo manaban incontrolables torrentes líquidos de delectación.

— ¿No es hermoso? —, dijo la anciana viendo a la rubia con una mirada ciertamente llena de ternura.
— ¿Cómo puede ser hermoso algo tan repugnante? —, dijo ella con los ojos vidriosos por las ganas de llorar.
Es por las mariposas — dijo la anciana —; las mariposas de invierno necesitan un lugar cálido y nutritivo dónde desarrollarse hasta estar listas para surgir y volar, yo las cuido, y les doy ese lugar; y tú mi niña, ahora eres un capullo.

En ese preciso momento, como si las palabras de la anciana fueran una señal, ella sintió cómo una extraña sensación se apoderaba de su cuerpo, su vientre crecía de manera inaudita y sus senos se hinchaban hasta casi reventar, dejando escapar hilos de tibia y dulce leche que escurrían por sobre el vientre abultado de la mujer y se deslizaban lentamente por sus muslos hasta sus pies descalzos. Ella se imaginó por un momento que eso que llevaba en el vientre era su hijo nonato, aquél que había decidido no tener, le sobrevino entonces casi inexplicablemente de un sentimiento maternal que le anegó de ternura el corazón y le hizo sentir, literalmente mariposas en el estómago, concibió entonces el llamado de la naturaleza que le indicaba la hora de parir, los dolores comenzaron de súbito, no pudo mantenerse más en pie y se tumbó de rodillas en el piso. Como pudo se recostó y empezó a pujar sin que nada saliera de su útero.

— No, no es así de simple la cosa mi niña —, dijo la anciana mientras sacaba de entre sus ropas un cuchillo largo, frío y notoriamente my afilado con el que se acercó a ella, que entre la turbación del espanto y la sensación materna no se dio cuenta cuando la anciana le rebanó el vientre. La sangre se regaba por el suelo y las mariposas salían que de sus entrañas se posaban sobre sus piernas y sus brazos esperando a que sus alas se secaran y se fortalecieran para poder emprender el vuelo. Ella, sin fuerzas y sin ánimos miraba aquellas delicadas mariposas de color canela, como el color de su propia piel, posadas sobre su ser y sentía cómo le acariciaban con sus patitas y cómo, lentamente se le escapaba la vida.

Trataba de recrear aquella tarde en la que con aquél hombre se había entregado al placer de amar y ser amada, trataba de recordar si sus caricias habían sido tan deliciosas como las de estas babosas orugas, pero sobre todo, comparaba la sensación de haber sido penetrada por el hombre con ésta de haber sido penetrada por las resbaladizas criaturas, y sin duda alguna, había decidido que las babosas eran infinitamente superiores, y los orgasmos que le habían inducido, los más deliciosos de toda su vida sexual.

Al final de su larga agonía, alcanzó a ver al pequeño que la había llevado hasta allí comiendo bajo una pesada mesa de madera los restos de un cuerpo, al que identificó como de mujer, pues mordiéndole estaba un par de senos hinchados por los que chorros de leche se derramaban con cada dentellada que el pequeño les daba e imaginó que sería un capullo que habría sido abierto antes que ella. Todavía antes de morir, pudo sentir el suave aleteo de la última mariposa color canela acariciándole el rostro, como si en un acto de agradecimiento le dijera “adiós mamá”, para después alejarse volando a través de la enorme puerta del balcón y perderse en el fondo de los ojos oscuros, abiertos y ya sin brillo de la recién parida.